Pedestal de humildad




 

POR ANULFO MATEO PÉREZ

La humildad es una de las más excelsas de las virtudes, aunque alguna gente dada a la egolatría pretenda ignorarla. Los seres humanos que han marcado de forma imperecedera su paso por la vida han ido de la mano con la sencillez, contrastando singularmente con su grandeza.

Fidel Castro dijo en una ocasión que sus convicciones martianas fueron reforzadas al meditar  lo expresado por el apóstol de Cuba, de que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz. Y con esas ideas vivió, combatió y murió  Martí.

De igual forma, Ho Chi Minh, quien guió a su pueblo hasta derrotar al imperio más poderoso que jamás haya existido, expresó con modestia: "Créanme cuando digo que sería muy feliz de recibir de manera pacífica al presidente norteamericano en Vietnam. Tendemos la mano de amistad a cualquier nación que reconozca a Vietnam como un país independiente y libre".

 Mahatma Gandhi, rechazó la petulancia y la violencia porque éstas siempre empequeñecen. Y razonó: "Puesto que yo soy imperfecto y necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos del mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerles remedio". 

Al observar a quienes se encumbran tanto que ven a los demás como  insignificantes insectos, pienso en la humildad y la grandeza de Albert Einstein, Ernesto Guevara de la Serna, Carlos Marx, Beethoven, Vladimir Illic Ulianov y en la frase de Sócrates: "Yo sólo sé que no sé nada".

El entorno más peligroso del que detenta el Poder, es el que le adula a cambio de sus favores. Consciente de ese riesgo fue por lo que el despiadado Calígula, reaccionó de mala manera cuando uno de sus senadores le confesó lo siguiente: "Emperador, por ti daría mi vida en el circo", a lo que éste le contestó: "¡Hazlo!" Y lo mandó a vestir de gladiador para que luchara en el anfiteatro.

Los que susurran al Presidente que sólo él puede gobernar, que está predestinado a mantenerse en el poder contra viento y marea, por encima  de todas las adversidades, entre ellas el repudio de una buena parte de su pueblo, merecen ser vestidos de gladiadores y mandados a luchar en el anfiteatro.

Los profesionales del halago, de la lisonja, de la exaltación y la más vulgar adulonería contribuyeron a que muchos presidentes perdieran la percepción de la realidad y se convirtieran en déspota, cercenaran la libertad de su pueblo, persiguieran tenazmente a sus adversarios, pasaran por las armas a los más firmes, hasta caer derrotados por sus propios errores.

Y mientras llevaban a cabo todas esas funestas aventuras, recibían en sus oídos de forma persistente el susurro de los lambiscones, como en los tiempos de Julio César y Marco Junio Bruto o en los de Rafael Leonidas Trujillo Molina y uno de sus más cercanos cortesanos, que luego de leer su panegírico, lograba al fin aparar el mango que tanto tiempo esperó que goteara.

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