Desde El Caribe hasta Nigeria: recursos estratégicos y la furia de Trump
Cada semana, Donald Trump nos saluda con una nueva amenaza. Ahora es Nigeria, hace unos días fue Venezuela y Colombia. Mañana, tal vez, será México o Irán. Desde el centro del poder global se suceden declaraciones que a menudo oscilan entre el cinismo diplomático y la provocación directa. Y lo peor de todo, es que parece que nos hemos acostumbrado a ello.
A
simple vista, todo parece un espectáculo errático: una escenografía de
escandalosos gestos y advertencias que saturan el debate público internacional.
Pero si muteamos el ruido, opera una lógica persistente: la necesidad de EE.UU.
de sostener su primacía en un escenario de creciente disputa multipolar.
La
maquinaria de guerra se une al control financiero y a la infraestructura
diplomática. No se trata solo de barcos de la armada: también hay guerra
económica, aranceles selectivos, sanciones financieras, embargos tecnológicos,
ataques especulativos y condicionamientos políticos encubiertos.
Cada
una de estas maniobras responde a una estrategia común: impedir que bloques
como China, Rusia o América Latina construyan rutas autónomas de desarrollo.
¿Qué
peso tuvo, por ejemplo, la advertencia de que el acuerdo económico con EE.UU.
solo sería viable si ganaba Javier Milei en las recientes elecciones en
Argentina? Nunca lo sabremos del todo, pero el mensaje fue claro en un país
destruido por la motosierra del pupilo más delirante —y útil— de Donald Trump.
En
ese sentido, cada una de estas maniobras responde a una estrategia común:
impedir que bloques como China, Rusia o América Latina construyan rutas
autónomas de desarrollo.
Pero
vayamos al control de los recursos naturales que no es solo una cuestión
económica: es, ante todo, una necesidad geoestratégica. La supremacía
estadounidense depende de su capacidad para sostener su complejo tecno-militar
en un escenario donde sus adversarios —Rusia, China, Irán— avanzan en
desarrollo autónomo. Las armas hipersónicas rusas, la industria de chips de
China o el sistema de drones iraní no solo compiten con el arsenal occidental:
lo desafían en sus propias bases.
En
esa dirección, el control de minerales críticos —litio, coltán, tierras raras,
petróleo, gas, agua dulce— es una condición para el funcionamiento del complejo
tecno-militar contemporáneo.
Desde
la fabricación de baterías y satélites hasta los sistemas de armas hipersónicas
y telecomunicaciones, la capacidad de intervenir, disuadir y vigilar depende
materialmente de estos insumos. Controlarlos es, en términos estrictos,
controlar la cadena de valor de la guerra. No solo para sí, sino para evitar
que otros accedan a estos recursos.
Por
eso no podemos analizar determinadas amenazas, sin atender a que la lista de
territorios convertidos en "zonas de preocupación" por Washington
coincide habitualmente con el mapa mundial de los recursos estratégicos.
Donde
hay bienes estratégicos y voluntad de soberanía, hay conflicto inducido.
En
América Latina, países como Venezuela, Bolivia, Argentina y México concentran
reservas masivas de petróleo, gas, litio, agua dulce y biodiversidad. En
África, el foco se ha desplazado hacia el Sahel y el África central: Níger,
Malí, República Democrática del Congo o Sudán, que contienen uranio, coltán,
oro, cobre y tierras raras.
En
Asia, naciones como Irán, Siria y Myanmar, serían tres ejemplos. El primero,
por su petróleo y desarrollo independiente; el segundo, por su posición
geoestratégica; y el tercero, por sus recursos minerales y su ubicación en las
rutas del Indo-Pacífico.
La
guerra es abierta en unos casos; encubierta en otros. Pero el patrón se repite:
donde hay bienes estratégicos y voluntad de soberanía, hay conflicto inducido.
En
términos reales, suele tratarse de guerras de cuarta generación: conflictos sin
declaración, sin frentes definidos, donde se combinan sanciones, sabotajes,
operaciones psicológicas y actores no estatales que desarticulan desde dentro
cualquier intento de autodeterminación. Trump amenaza ahora, pero esta guerra
empezó hace mucho tiempo.
Es
observando este mapa del saqueo global donde entendemos por qué Nigeria y
Venezuela —con todas sus diferencias históricas, geográficas y políticas— han
sido colocadas en el centro de mira en las últimas semanas. Ambas reúnen dos
condiciones clave: enormes reservas de recursos estratégicos y una inserción
incómoda en el nuevo orden mundial.
En
Venezuela, el asedio es sostenido: sanciones unilaterales, sabotajes, campañas
de aislamiento diplomático y una amenaza constante de intervención directa. En
Nigeria, la narrativa del "rescate cristiano" sirve de coartada para
agitar la idea de una acción militar, ocultando que los ataques registrados son
perpetrados por grupos armados no estatales.
A
eso se suma un elemento decisivo: su cercanía —o su proyección— hacia el
espacio multipolar. Venezuela, aunque aún excluida formalmente de los BRICS por
el veto de Brasil, avanza hacia su incorporación. Nigeria ya ha ingresado. Por
lo tanto, ya no se trata solo de lo que tienen, sino del rol que pueden jugar
en la configuración de un mundo que ya no gira exclusivamente en torno a
Washington.
Además,
hay algo aún más perverso en la lógica imperialista contemporánea: la
naturalización del supuesto derecho de EE.UU. a intervenir en cualquier parte
del mundo.
Como
si le correspondiera, por definición, decidir qué gobiernos son legítimos, qué
pueblos merecen apoyo y qué territorios deben ser tutelados. No es nuevo: forma
parte de una larga tradición de excepcionalismo estadounidense, esa idea
profundamente arraigada de que su papel es guiar al resto del planeta, incluso
por la fuerza.
Un
principio que está presente en cada una de las amenazas militares, pero también
en otros mecanismos como las sanciones unilaterales. Así, incluso si las
acusaciones fueran ciertas —contra Venezuela o Nigeria, o cualquier otro país—,
¿quién le ha otorgado a EE.UU. ese derecho de intervención?
Supuestamente,
para la resolución de conflictos internacionales el organismo pertinente era
Naciones Unidas. Sin embargo, podemos observar como este foro lleva tiempo
siendo desbordado por la arquitectura desigual del mundo unipolar. Y siendo, en
ese sentido, parte del problema.
Lo hemos visto de forma dramática en Gaza,
donde pese a la reciente escenificación de un "alto al fuego"
promovido por Trump, los asesinatos y la ocupación continúan, mientras la
impunidad sigue garantizada.
Y lo vemos también en el caso del Sáhara
Occidental: el pasado 31 de octubre, el Consejo de Seguridad aprobó la
resolución 2797, impulsada por EE.UU., que respalda la propuesta marroquí de
autonomía como la "solución más viable", rompiendo con la lógica
establecida desde los procesos de descolonización que considera al Sáhara
Occidental como territorio no autónomo, aún pendiente de descolonizar. Apagando
con ello el foco del derecho de autodeterminación saharaui.
En
un momento en que el orden multipolar avanza con más firmeza que nunca, tampoco
sorprende que el imperialismo redoble su violencia.
Lo
que sí asombra es el grado de desesperación con el que lo hace: amenazas
torpes, despliegues fallidos, y declaraciones cada vez más teatrales que a
menudo parecen escritas por un bufón antes que por un estratega. Pero no por
grotesco es menos peligroso.
En
ese ruido de fondo, se nos quiere hacer olvidar la estructura que permanece: un
sistema que necesita someter territorios, recursos y pueblos para sobrevivir.
Por
eso, hoy más que nunca, es vital desnaturalizar el supuesto "derecho de
intervención" de EE.UU. —sea quien sea la víctima y sean cuales sean los
métodos—, a la vez que debemos desmontar las narrativas supremacistas que lo
justifican y, sobre todo, fortalecer la solidaridad internacional. El
despliegue por los recursos es solo una parte de algo más profundo: la batalla
es por el futuro mismo de la humanidad.

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