El rugido de un imperio: EE.UU. y su arancel universal

Por JAVIER FUENTE
Fecha: 08/04/2025
Estados Unidos ha lanzado al
mundo una señal tan silenciosa como contundente: un arancel universal del 10%
sobre todas las importaciones.
Aunque en apariencia sea una
medida técnica, detrás de ella se esconde una visión estratégica. No es un
simple ajuste fiscal, es una reconfiguración del orden mundial. Washington no
solo protege sus productos; busca recuperar el control global. El comercio ya
no es sinónimo de apertura: ahora es un campo de batalla.
El primer objetivo es claro:
repatriar industrias que en las últimas décadas migraron hacia países de mano
de obra barata. Desde la tecnología hasta la farmacéutica, pasando por la
manufactura pesada, se trata de volver a producir en suelo estadounidense. Un
arancel del 10% hace más costoso importar, por lo que fabricar dentro del país
se vuelve competitivo.
Esto no solo estimula el
empleo, sino también la autoestima nacional. En el fondo, es una restauración
del orgullo industria
Verdadera obsesión
Pero la verdadera obsesión
estratégica de Estados Unidos es China. El gigante asiático se ha convertido en
su mayor competidor económico, tecnológico y militar. Aplicar un arancel
universal permite castigar a China sin violar acuerdos bilaterales específicos.
Las empresas norteamericanas
tendrán más incentivos para abandonar las cadenas de suministro chinas. Es una
forma de contención silenciosa: un muro comercial para frenar el avance de
Pekín.
Además, el arancel actúa
como un impuesto indirecto y políticamente rentable. En lugar de subir tributos
a sus ciudadanos, el gobierno recauda al encarecer productos extranjeros. El
consumidor paga más, sí, pero no se le impone un nuevo impuesto directamente
visible.
Esto representa miles de
millones de dólares adicionales para el Tesoro. En un contexto de déficit
fiscal, es una jugada fiscalmente audaz y electoralmente astuta.
Con el arancel en mano,
Estados Unidos recupera poder de negociación internacional. Si un país quiere
reducir el impacto, tendrá que renegociar tratados con Washington. Pero esta
vez bajo nuevas condiciones, más exigentes y asimétricas.
El arancel se convierte así
en una palanca diplomática.
Es un método de presión
revestido de legalidad. Quien desee alivio comercial, deberá ceder soberanía o
acceso estratégico.
El impacto interno también
es psicológico: se estimula el consumo patriótico. Al encarecer lo extranjero,
se favorece lo nacional. Esto reactivas empresas locales y alimenta el discurso
del “Made in USA”. En tiempos de fragmentación política, esta narrativa genera
cohesión simbólica. El ciudadano siente que protege su país al comprar sus
productos. Es más que economía: es identidad.
La medida, sin embargo, no
está exenta de riesgos y contradicciones. Una subida generalizada de precios
generará presión inflacionaria. Lo que Estados Unidos gana en ingresos puede
perderlo en estabilidad monetaria.
Además, industrias que
dependen de componentes importados verán elevar sus costos. No todos los
sectores saldrán beneficiados. El ajuste será desigual y conflictivo.
En el plano internacional,
las represalias no tardarán en llegar. Otros países podrían responder con sus
propios aranceles o medidas de bloqueo. Se debilitaría la Organización Mundial
del Comercio. Se erosionaría aún más el multilateralismo comercial. Volveríamos
a una economía de bloques cerrados y desconfianza sistémica.
La cooperación cedería
terreno al proteccionismo.
Esto significaría el fin del
orden económico global que nació tras la Segunda Guerra Mundial. Aquella
arquitectura basada en la apertura, la interdependencia y las reglas comunes
sería demolida.
Sería reemplazada por una
lógica darwinista: cada país buscando su supervivencia económica. El comercio
ya no como motor de desarrollo conjunto, sino como instrumento de poder
unilateral. Un mundo más frío, más caro y más fragmentado.
Sin embargo, para Estados
Unidos, el sacrificio vale la pena. Cree que esta es la única forma de
preservar su supremacía. No se trata solo de proteger empleos. Se trata de
contener rivales, disciplinar aliados y rediseñar el tablero. El arancel es el
nuevo muro de contención. Y el que controla el comercio, controla el destino.
Cambio doctrinal
Este giro económico marca un
cambio doctrinal profundo. Estados Unidos ya no lidera por consenso, sino por
imposición. Ya no persuade con tratados, sino que impone con aranceles. Su soft
power cede terreno a una lógica de poder duro económico. La globalización se
repliega, y con ella, muchas de las certezas que conocimos en las últimas
décadas.
El mundo que emergerá será
más proteccionista, más volátil y más desigual. Los países del sur global
—dependientes de exportaciones— serán los más golpeados. Las economías
pequeñas, como las del Caribe, sufrirán una doble penalización: por fuera del
mercado y por dentro de sus fronteras. Para ellos, el arancel del 10% no es una
cifra: es una amenaza existencial.
En definitiva, el arancel
universal no es solo una medida técnica. Es un grito de guerra silencioso.
Estados Unidos está diciendo al mundo: “el orden anterior ha terminado”.
Quiere reconstruir su
hegemonía no sobre alianzas, sino sobre restricciones. Lo que gana es poder. Lo
que arriesga es la estabilidad del sistema que él mismo ayudó a crear. Y está
dispuesto a pagar ese precio.
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