Derecho y poder
Flavio Dario Espinal
Uno de los más significativos y transformadores aportes de la cultura occidental a la historia de la humanidad fue el reconocimiento de las personas como sujetos de derechos, lo que implicó una ruptura intelectual y política con el absolutismo.
Este logro no se alcanzó de
un día para otro, como resultado de un acto único, épico y parteaguas, sino a
través de un largo y parsimonioso proceso que fue quebrando, poco a poco, lo
que se entendía como algo natural, esto es, la subordinación total de los
individuos como sujetos exclusivamente de obediencia y obligaciones en el marco
de una estructura concentrada y vertical del poder cuya fuente de legitimidad
era la divinidad.
Sin duda, hubo
acontecimientos, como la Declaración de Derechos de Virginia (1776), la
Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia (1789) que representaron hitos
trascendentales e imborrables en la historia por la conquista de derechos de
parte de los individuos frente al poder.
No obstante, esos
acontecimientos, si bien paradigmáticos, constituyeron desenlaces de corrientes
políticas, filosóficas y culturales que tomaron, literalmente, cientos de años
para cristalizarse.
La Carta Magna, por ejemplo,
otorgada en 1215 por el rey Juan I de Inglaterra, la cual se enarbola como uno
de los grandes referentes en la historia del constitucionalismo, apenas
concedió algunos derechos exclusivamente a la nobleza, más no así al resto de
las personas.
Igual sucedió con otros
instrumentos jurídicos, como la Ley de Hábeas Corpus de 1628 y el Bill of
Rights de 1689, también en Inglaterra, los cuales reconocieron derechos
específicos, pero todavía en el contexto de una monarquía que se resistía a dar
paso al parlamentarismo como expresión de la voluntad popular.
Concomitantemente con la
búsqueda del reconocimiento de derechos individuales, se fue articulando una
concepción del poder que fue cuestionando el carácter cerrado, concentrado e
incontestable propio del absolutismo, al tiempo que abría paso a una nueva configuración
en torno a tres ideas básicas: la limitación del poder por la ley (de ahí la
expresión gobierno de leyes, no de hombres), la división de las potestades y
funciones del Estado y los contrapesos entre los diferentes componentes del
poder.
La obra seminal en este
proceso, que sirvió de acto fundacional del liberalismo político, fue el ensayo
Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke, publicada en 1690.
Otra obra clave fue El
espíritu de las leyes de Montesquieu, publicada en 1748, en la cual este noble
francés no sólo desarrolló la teoría de la división de poderes de Locke, sino
que articuló el concepto de que “el poder frene al poder” que sirvió de base a
la teoría de los frenos y contrapesos (checks and balances) que es parte
esencial del constitucionalismo liberal-democrático.
Más adelante, los aportes de
James Madison, considerado el padre de la Constitución de Estados Unidos,
sirvieron para darle coherencia teórica y funcionalidad institucional a las
ideas que aportaron estos autores.
El derecho es una pieza
indispensable en ese largo y nunca acabado proceso de construcción de un
sistema de gobierno que se sustente en la soberanía popular, la división y los
contrapesos del poder y en el reconocimiento de los derechos de las personas.
De ahí que estas
concepciones filosóficas y políticas hayan desembocado en constituciones y
leyes que han procurado plasmar, con mayor o menor alcance, estas ideas sobre
el poder y los individuos que rompieron con el absolutismo.
Así, el derecho expresa las
visiones dominantes en un momento determinado sobre estas cuestiones
fundamentales, unas veces expandiendo los derechos y otras limitándolos; unas
veces fortaleciendo los controles y los contrapesos del poder y otras reduciéndolos
o eliminándolos.
Un ejemplo sumamente
interesante en nuestra propia historia constitucional es la diferencia entre el
constitucionalismo autoritario de Pedro Santana, plasmado en la Constitución de
diciembre de 1854, y el constitucionalismo de inspiración liberal, plasmado en
la Constitución de febrero de 1854 o en la llamada Constitución de Moca de
1858.
Esas tensiones y luchas
entre visiones distintas sobre la sociedad, el poder y los individuos no tiene
un punto de resolución definitiva. Hay avances y retrocesos, logros y fracasos;
conquistas y regresiones. Por eso fracasó, como tenía que fracasar, el concepto
de “fin de la historia” que propició el autor Francis Fukuyama a principios de
los años noventa del siglo XX, según el cual la democracia liberal había
vencido a las demás corrientes políticas e ideológicas luego de su triunfo
frente al nazismo primero y frente al comunismo después.
La historia subsiguiente se
ha encargado de demostrar no sólo que hay ideologías que compiten por lograr su
hegemonía frente al liberalismo político, sino que dentro del campo
liberal-democrático surgen recurrentemente enfoques que ponen en entredicho los
pilares fundamentales de la organización liberal-democrática del poder.
Es lo que ocurre actualmente
en Estados Unidos ha emergido un discurso político-constitucional que procura
reconcentrar poderes en el Ejecutivo en detrimento del Poder Legislativo y el
Poder Judicial o eliminar garantías del debido proceso en perjuicio de los
derechos fundamentales de las personas. Lo mismo sucede en muchos otros países
en los que, si bien las autoridades derivan su legitimidad del voto popular,
estas llevan a cabo cambios institucionales para concentrar más poder y reducir
los derechos de las personas y sus garantías, como son los casos de Hungría en
Europa Central y El Salvador en América Latina, para sólo citar dos ejemplos
emblemáticos.
Es lo que se ha dado en
llamar “democracias iliberales”, esto es, regímenes con autoridades
democráticamente electas, pero que constriñen significativamente los espacios
institucionales llamados a ejercer los contrapesos del poder y la protección de
los derechos de las personas.
Desde luego, así como no
podía haber un “fin de la historia” a favor del liberalismo político como lo
pensó Fukuyama, tampoco puede haber -ni habrá- un “fin de la historia”
favorable a una visión concentradora del poder y negadora de derechos, por más
popular que pudiese ser un enfoque político de este tipo en una sociedad
determinada en un momento determinado.
La aspiración de limitar y
controlar el poder y de proteger los derechos de las personas estará siempre
presente, aunque de igual manera hay que reconocer que tampoco se eliminará
para siempre el impulso autoritario, por lo que seguiremos siendo testigos de
estas luchas inevitables entre diferentes concepciones sobre el poder, el
derecho y las libertades de las personas.

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