El despliegue de fuerzas militares estadounidenses en América Latina y el Caribe es peligroso e injustificado
El despliegue de fuerzas militares estadounidenses en América Latina y el Caribe, ha sido un punto de conflicto recurrente en las relaciones internacionales, y que en estos momentos está dando mucho de qué hablar, dada la decisión del gobierno de Donald Trump de iniciar una “operación” en esta región como parte de los “esfuerzos” estadounidenses para detener el narcotráfico.
En los últimos días se ha
reportado que el gobierno americano ha desplazado, hacia las aguas del mar
Caribe, tres navíos, acompañados de submarinos nucleares y aviones de
reconocimiento P8 -Poseidón-, varios destructores, al menos un barco de guerra
equipado con misiles, y alrededor de 4,500 efectivos, entre ellos 2,200
marines.
Si bien a menudo se
justifica el intervencionismo americano con el pretexto de la lucha contra el
narcotráfico, la ayuda humanitaria o la “estabilidad regional”, estos
despliegues son cada vez más peligrosos, injustificados y en ciertos casos
ilegales.
Con raíces en una larga
historia de intervencionismo, la dinámica estadounidense plantea serias
preocupaciones relacionadas con el derecho internacional, la soberanía,
nacional y regional, y el futuro de la autodeterminación democrática en el
hemisferio occidental.
Si estudiamos la historia
estadounidense nos damos cuenta de que Estados Unidos tiene una larga y
controvertida historia de participación militar en América Latina y el Caribe,
que abarca desde la ocupación de Haití (1915-1934) y la invasión de la República
Dominicana (1916 a 1924) (1965), hasta operaciones más encubiertas en
Nicaragua, Guatemala y Chile durante la Guerra Fría.
Intervenciones que a menudo
han provocado inestabilidad a largo plazo, debilitamiento de las instituciones,
abusos de derechos humanos, y situaciones que al final solo han beneficiado al
propio Estados Unidos.
Desplegar tropas, armamento,
maquinarias y vehículos militares bajo pretextos modernos no borra esta
historia.
De hecho, esta acción
continúa perpetuando un patrón de dominio, injerencia y control que destruye la
capacidad de las naciones latinoamericanas y del Caribe de determinar su propio
futuro político, económico y democrático.
De acuerdo con el derecho
internacional, la intervención militar en otra nación soberana está
estrictamente limitada. El Artículo 2(4) de la Carta de las Naciones Unidas
prohíbe la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la
independencia política de cualquier Estado.
A menos que una nación
solicite explícitamente asistencia militar, o que exista una resolución del
Consejo de Seguridad que autorice el uso de la fuerza, cualquier despliegue de
tropas estadounidenses es presumiblemente ilegal.
Desplegar tropas sin plena
transparencia, consentimiento mutuo y supervisión multilateral corre el riesgo
de violar tanto el derecho internacional como la soberanía de la nación
“anfitriona”, en otras palabras, el país que se le invade.
En muchos casos, las tropas
estadounidenses se despliegan sin la debida consulta con organismos regionales,
como la Organización de los Estados Americanos (OEA) o la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y caribeños (CELAC), eludiendo los procesos democráticos
regionales.
La presencia militar
estadounidense en América Latina y el Caribe, históricamente, se ha justifico
con el argumento de combatir el narcotráfico, el terrorismo o la migración. Sin
embargo, la militarización de estos temas con frecuencia resulta en caos, intensificación
de la violencia, corrupción, violaciones de derechos humanos, e incluso, una
percepción negativa del gobierno y las instituciones estadounidenses, y los
gobiernos locales.
Muchos países
latinoamericanos han trabajado durante décadas para construir mecanismos de
cooperación que no dependan de ejércitos extranjeros, lo que indica que, aunque
los avances sean pocos, se está avanzando y se sigue intentando.
La presencia de tropas
americanas amenaza esta autonomía, dificultando que los países creen soluciones
independientes, lideradas por América Latina y el Caribe, a sus desafíos.
Pero, además, ¿Quién
confirma que las acusaciones de los Estados Unidos en contra de otras naciones
sean verdaderas? ¿Quién verifica que los americanos simplemente no buscan una
forma de beneficiarse a sí mismos?
Si estudiamos nuestras
historias nos percatamos de que el despliegue de tropas estadounidenses en
Latinoamérica y el Caribe a menudo apoyó y/o animó regímenes autoritarios,
fuerzas policiales militarizadas y/o medidas represivas antidemocráticas bajo
el pretexto de «cooperación en seguridad».
Esto se ha observado en
casos donde la ayuda o presencia militar estadounidense contribuye a la
represión de activistas, periodistas y comunidades indígenas.
La presencia de tropas
extranjeras también aumenta el riesgo de muertes de civiles, abusos e impunidad
legal, ya que las tropas enviadas, por lo general, no rinden cuentas ante las
leyes locales, lo que exacerba el sentimiento antiestadounidense y carcome la
credibilidad de los Estados Unidos en el exterior.
Si Estados Unidos realmente
desea apoyar la paz y el desarrollo en América Latina y el Caribe, debe
alejarse de las soluciones militares y enfocarse en la diplomacia, la
cooperación económica, la colaboración climática y el respeto a la soberanía de
los pueblos.
Una verdadera alianza
implica escuchar las voces latinoamericanas, apoyar a la sociedad civil e
invertir en educación, salud e infraestructura, no en enviar soldados.
Me resulta imposible de
entender cómo es que hablamos de desarrollo y avances sin entender que un mundo
en paz no se logra con la fuerza ni con coerción.
La paz se construye mediante
la confianza, la cooperación y el respeto mutuo.
El despliegue de tropas
estadounidenses en América Latina y el Caribe es más que un simple error
estratégico, es un acto peligroso, a menudo ilegal, que draga la soberanía de
los pueblos, alimenta el conflicto, y perpetúa ciclos de dependencia e inestabilidad.
Estados Unidos debe afrontar
su legado de intervención y elegir un nuevo camino, basado en la igualdad, la
legalidad, el respeto mutuo y la paz.
Solo así podrá forjar
alianzas genuinas en la región y apoyar un hemisferio occidental verdaderamente
democrático y estable.
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